(A continuación transcribo el artículo publicado en el HuffingtonPost el pasado lunes)
La reciente proliferación de dispositivos tecnológicos para capturar e interpretar de forma automática todo lo que ocurre en nuestras calles y ciudades ha vuelto a poner de moda el eterno y polémico debate entre seguridad y privacidad.
Por un lado, nos encontramos con una tendencia que resulta ya imparable, consistente en la progresiva irrupción de sistemas basados en visión artificial y radiofrecuencia para tener un control absoluto de todo cuanto acontece en la vía pública. En esta línea, y como leemos en el blog de Enrique Dans, se enmarcan proyectos como los puestos en marcha en Nueva York o Brasil, para poder tener un control absoluto de los movimientos de cualquier vehículo, lo que ofrece importantes ventajas como gestionar de forma más eficaz el tráfico, monitorizar los desplazamientos de posibiles sospechosos o coches robados, y garantizar que todos los vehículos que circulan cumplen los requisitos legales necesarios.
Seguramente todos veríamos con buenos ojos la existencia de estos tres escenarios. Si podemos tener una tecnología que permita gestionar el tráfico para evitar atascos, capturar antes a los delincuentes y encontrar de forma rápida los vehículos robados, bienvenida sea. Sin embargo, parece obvio pensar que los servicios no se van a quedar únicamente ahí, y que la administración va a tratar de exprimirlos un poco más, y es aquí donde pueden empezar a aparecer las dudas de ciertas personas, ante la invasión de la intimidad que esto puede suponer.
Haciendo un uso legal de estos sistemas se podría – la tecnología ya lo permite – controlar y sancionar automáticamente a los vehículos que incumplen alguna norma de tráfico (no tienen el seguro en regla, van a una velocidad excesiva o los pasajeros no se han puesto el obligatorio cinturón de seguridad), detectar a las personas que cometen cualquier acto vandálico (comprobando si tienen antecedentes), y ofrecer una mayor seguridad en general a todos los ciudadanos. Aunque muchos podrán achacar un mero afán recaudatorio en la implantación de estas tecnologías, creo que pueden contribuir eficazmente a tener unas ciudades más seguras, que es el verdadero objetivo.
¿Cuál es, entonces, el problema real que puede tener la implantación de estos dispositivos?
Obviando el problema que puede suponer los posibles fallos del sistema (como detecciones incorrectas de vehículos o personas), que se subsanarían de forma similar a cuando ocurre un error humano en la actualidad, el verdadero peligro de estas herramientas es que se haga un uso delictivo de las mismas invadiendo espacios de la intimidad de las personas.
Por ejemplo, la tecnología podría permitir grabar las conversaciones de todas las personas en la vía pública, o conocer las costumbres y desplazamientos realizados por cualquier ciudadano, información que no debería ser manejada de forma discrecional y arbitraria por ninguna persona sin escrúpulos.
Sin embargo, de igual forma que no hemos prohibido la existencia de vuelos porque haya terroristas que en ocasiones cometan barbaries, ni hemos impedido el uso de tecnología sólo porque también pueda facilitar la gestión de organizaciones criminales, en este caso parece lógico pensar que la sociedad tiene que actuar de la misma forma.
El camino a seguir consiste en establecer y dar a conocer de forma clara los servicios que se van a poder realizar con estos dispositivos, indicando dónde están los límites que en ningún caso se van a traspasar, y actuando con la máxima dureza con aquellos responsables que no cumplan con sus obligaciones.